La historia del ser humano está marcada por las enfermedades infecciosas. La Peste Antonina mató a 5 millones de personas en el Imperio Romano, incluyendo a un emperador. La Plaga de Justiniano diezmó la población de Bizancio en una cuarta parte. La Peste Negra sesgó la vida de unos 100 millones de personas en el siglo XIV. La Gripe Española acabó con 1 millón de personas a la semana a principios del siglo XX. Hoy, unos 35 millones de personas son portadoras del VIH. Las infecciones contribuyeron a la expansión del ser humano más allá de África, han cambiado el curso de guerras y ejercido una enorme influencia en la evolución de nuestra sociedad a lo largo de los siglos. La historia y la evolución humana son inseparables de la influencia de los patógenos y agentes infecciosos a los que tanto nosotros como nuestros antepasados nos enfrentamos.
Las enfermedades infecciosas son probablemente la principal fuente de presión evolutiva a la que se ha enfrentado la humanidad. La dispersión geográfica y sucesivas olas migratorias de las diferentes poblaciones humanas a lo largo de diversos periodos históricos han expuesto a cada una de estas comunidades a diversos agentes y procesos infecciosos que ejercieron una importante presión selectiva sobre estas comunidades. Así, los procesos de adaptación a los nuevos entornos encontrados tras las sucesivas migraciones de la especie humana, han favorecido la selección y fijación de aquellas variantes genéticas más beneficiosas para la especie. Como resultado, los individuos que presentaban una serie de alelos y variantes genéticas que conferían una ventaja para la lucha frente a enfermedades presentes en el entorno, veían aumentadas sus posibilidades de supervivencia y por tanto, de reproducción. Así, aquellos patógenos que causaban la muerte de los individuos menos adaptados a la supervivencia frente a enfermedades infecciosas, también favorecieron la selección de alelos causantes de protección, su conservación en la especie, y su transmisión a generaciones venideras (Domínguez-Andrés y Netea, 2019).
La mayoría de expertos coinciden en que África es el lugar de origen de nuestra especie. Estudios genéticos realizados en diversas poblaciones contemporáneas sugieren conexiones con antepasados que vivieron en el continente hace 200.000 años, principalmente en la zona del Gran valle del Rift, en la actual Etiopía (Pagani et al., 2016). Sin embargo, nuestro origen como especie podría ser incluso anterior, ya que recientemente se ha reportado el descubrimiento de una serie de fósiles que datan de hace entre 350.000 y 280.000 años en Marruecos, en los que podrían ser los humanos modernos más antiguos encontrados hasta la fecha (Hublin et al., 2017). Los patógenos han jugado un papel central como agentes de selección natural desde aquellos primeros días.
Cuando poblaciones en distintas ubicaciones se encuentran bajo presiones evolutivas diferentes, la frecuencia y distribución de los alelos a través de sucesivas generaciones puede seguir patrones diferentes. A este respecto, las correlaciones descritas entre la selección de mutaciones genéticas ventajosas y la incidencia de enfermedades infecciosas son más fuertes en África que en otros continentes, ya que las poblaciones de este continente han estado expuestos al mismo grupo de enfermedades infecciosas durante más tiempo. Claros ejemplos de esta adaptación son la elevada incidencia de talasemias, una serie de desórdenes en las cadenas de hemoglobina, o la anemia falciforme, en determinadas zonas de África donde la malaria es endémica (Piel et al., 2010). A pesar de provocar anemia y en general, de heredarse de forma recesiva, la resistencia a malaria que estos desórdenes confieren, ofrece una ventaja evolutiva para la supervivencia en estas zonas del continente africano. Por esto mismo, estas asociaciones tan fuertes en estas comunidades no existen en otros continentes donde la presión ejercida por esta enfermedad es mucho menor y la presencia de las mutaciones causantes de estas condiciones supone una desventaja.
Cabe destacar que la presión evolutiva es recíproca, los patógenos también se adaptan y evolucionan para sobrevivir y perdurar. Esto queda patente en el caso de Mycobacterium tuberculosis. Así, existe un elevado grado de diversidad genética entre aquellas cepas de Mycobacterium tuberculosis que son capaces de causar tuberculosis en seres humanos, lo que está probablemente asociado a las distintas rutas migratorias que siguieron nuestros antepasados (Mbugi et al., 2016).
Los antepasados del Homo sapiens no fueron los únicos que se aventuraron fuera de África. Otras especies de Homo, como Homo ergaster, Homo erectus y Homo heidelbergensis, migraron mucho antes que el Homo sapiens. A partir de estas migraciones primigenias, evolucionaron una serie de poblaciones locales, tales como los denisovanos y los neandertales. Los neandertales se establecieron principalmente en Europa y Asia Occidental, mientras que los denisovanos eran un grupo extinto de homínidos que habitaban la cueva de Denisova y un área de distribución a su alrededor, situada en la actual Rusia y junto a la frontera con Mongolia y Kazajstán, al menos hasta hace 50.000 años (Dannemann, et al., 2016). Curiosamente, estos linajes no se encontraban geográficamente aislados, sino que vivían codo con codo con los humanos modernos e incluso se cruzaban con ellos, dejando su huella genética en su progenie común. De acuerdo con esto, se cree que un 1% al 4% del genoma de las poblaciones modernas de Europa y Asia, deriva de estos linajes homínidos ahora extintos, los cuales aportaron genes de gran relevancia para la respuesta inmune, como el cluster OAS, el locus TLR1-TLR6-TLR10 o algunos alelos de genes del complejo mayor de histocompatibilidad (MHC) (Abi-Rached et al., 2011; Deschamps et al., 2016).
El viaje de nuestros antepasados más allá de África implicó no solo el contacto con distintos tipos de enfermedades infecciosas sino una menor exposición a patógenos en general. De este modo, se considera que esta menor presión ejercida por los patógenos del entorno jugó un papel crucial en la adaptación del sistema inmunitario de poblaciones europeas hacia un perfil menos inflamatorio que el de poblaciones con ascendencia africana. De este modo, el linaje condiciona la capacidad de respuesta de los macrófagos humanos a las bacterias patógenas. Por ejemplo, el 10% de los genes expresados por macrófagos humanos expuestos a bacterias patógenas dependen directamente del linaje de los donantes. Así los individuos de origen africano muestran una mayor capacidad inflamatoria y bactericida en comparación con los de linaje europeo (Nédélec et al., 2016). Se cree que esta mayor capacidad proinflamatoria observada en individuos con ascendencia africana está relacionada también con la mayor incidencia de enfermedades de naturaleza autoinmune y la tendencia a sufrir enfermedades cardiovasculares en estos individuos.
Muchas enfermedades surgieron hace sólo diez milenios, desde que la domesticación de los animales aumentó la transmisión de enfermedades zoonóticas a los seres humanos (Fournié et al., 2017). El cambio a la agricultura y la ganadería fue una de las principales piedras angulares de la prehistoria humana que, en última instancia, dio forma a todas las civilizaciones posteriores. El desarrollo de la agricultura durante el Neolítico resultó en mejoras en la salud y la nutrición, facilitando una extraordinaria expansión en el tamaño y la densidad de la población. Sin embargo, también implicó un dramático aumento de la velocidad de transmisión y de la incidencia de agentes infecciosos. Tales infecciones transmisibles, como la viruela, la gripe, la tuberculosis y el sarampión, eran marginales antes de este estallido, ya que solo sobreviven en el contexto de comunidades de alta densidad que no existían antes del advenimiento del Neolítico (Diamond, 2002). La cohabitación con animales aumentó la recurrencia del contacto con las infecciones zoonóticas: algunos informes sostienen que el 80% de las infecciones humanas modernas son de origen animal. De esta forma, el progreso y el nacimiento de las civilizaciones modernas también contribuyó a la expansión de las enfermedades infecciosas en las distintas poblaciones humanas, y multiplicó la influencia de los patógenos en el ser humano.
Hace solamente cinco siglos, los colonos europeos desembarcaron en el continente americano llevando consigo no solamente diferentes comportamientos y tradiciones, sino también una enorme colección de patógenos a los que las poblaciones indígenas nunca antes se habían enfrentado. Las nuevas enfermedades infecciosas afectaron gravemente y diezmaron a las poblaciones americanas en las primeras décadas de esta interacción. Mientras que los colonizadores y sus antepasados habían estado expuestos a estos patógenos en Europa, presentando baja susceptibilidad a estas infecciones, los habitantes del Nuevo Mundo resultaron ser altamente vulnerables a enfermedades como el sarampión, la peste neumónica y la gripe, causando tasas de mortalidad superiores al 90% (Cook, 1973). Las consecuencias de estas pandemias siguen siendo visibles en las poblaciones de hoy en día, ya que los indígenas americanos actuales son descendientes de los sobrevivientes de aquellas enfermedades traídas por los europeos, por lo que los efectos de aquella selección resultan evidentes a nivel genómico (Lindo et al., 2016).
En los últimos siglos, y especialmente en las últimas décadas, las mejoras en los medios de transporte han permitido que los seres humanos viajen más rápido y más lejos que nunca antes. Un mayor número de personas viven a gran distancia de los asentamientos originales de sus antepasados y están sujetas a condiciones ambientales radicalmente diferentes. Entre 2 y 3 millones de personas con una genealogía europea padecen enfermedades autoinmunes (EA), cuya prevalencia también está aumentando en otras poblaciones de todo el mundo. Cada vez hay más pruebas de que la aparición de EA se debe en parte a la presencia de una serie de alelos relacionados con el sistema inmunitario que han sido seleccionados a través de procesos evolutivos, y que las diferencias contrastadas en la prevalencia de EA entre distintas poblaciones son el resultado de presiones selectivas diferentes (Ramos et al., 2015). En línea con esto, diversos estudios han concluido que variantes genéticas asociadas con la protección contra agentes infecciosos aumentan el riesgo de sufrir EA en poblaciones sujetas a bajas cargas patogénicas, como son las poblaciones de países desarrollados de hoy en día, que viven entre grandes condiciones de higiene y acceso continuo a agua potable. De este modo, nuestro sistema inmunitario, acostumbrado hasta hace poco tiempo a la presencia constante de patógenos, se encuentra con una ausencia generalizada de estímulos microbianos y tiende a provocar respuestas inflamatorias exacerbadas frente a estímulos estériles, como alérgenos o estructuras del propio organismo, causando alergias y EA. Así, alelos relacionados con el desarrollo de enfermedades inflamatorias que presentan marcas de selección positiva también se relacionan con el desarrollo de varias EA, como la diabetes, la esclerosis múltiple y la enfermedad celíaca (Raj et al., 2013). De este modo, una serie de genes implicados en la respuesta inflamatoria que protegían a nuestros ancestros frente a infecciones causadas por agresivos patógenos, pueden hacernos más susceptibles a sufrir enfermedades autoinmunes en la actualidad.
Todos estos mecanismos adquieren especial importancia en el actual escenario de globalización mundial, en el que los flujos migratorios y la mezcla de diferentes poblaciones están alcanzando niveles sin precedentes, permitiendo una expansión más rápida de adaptaciones genéticas ventajosas. Sin embargo, estos procesos también pueden acelerar la propagación de nuevas epidemias, como se observó en el rápido aumento de los casos de infección por VIH en los años 80 y 90, o más recientemente, de los virus SARS-CoV, Ébola y Chikungunya; del mismo modo que en la aparición de bacterias y hongos multirresistentes, como en el caso de Staphylococcus aureus resistente a meticilina o el rápido ascenso en el número de infecciones causadas por el hongo Candida auris. El estudio de las adaptaciones funcionales de las distintas comunidades a lo largo del planeta puede contribuir a proporcionar una visión más amplia de las consecuencias funcionales de los procesos evolutivos en la respuesta inmune del ser humano y dar pistas acerca del diseño de terapias más eficaces y adaptadas a las características particulares de cada población.